
Espero que lo disfruten...
Beatricita amaba la casa de sus abuelos. Siempre pensó que era mágica, por el tamaño de las habitaciones, por los placares que sorprendían en lugares inesperados e inalcanzables y sobre todo por sus habitantes, rodeados de historias y dispuestos a complacerla. La casa de los abuelos siempre tenía gusto a sábado por la tarde, sin siesta.
De todas las habitaciones, había una que le fascinaba particularmente. Era un pequeño cuarto, al que se llegaba pasando por el living (después de pedirle permiso a la abuela), todo revestido en madera, hasta el techo. En el sólo había dos muebles: el escritorio del abuelo y la biblioteca, con libros casi hasta el techo (la mayoría aburridísimos, de esos que sólo leen los grandes) y un par de puertas más arriba, encerrando no se sabía qué tesoros.
Esa tarde, mientras sus padres charlaban en la cocina, decidió que tenía que develar ese misterio. Para eso necesitaba un cómplice; no había otra forma de franquear el living inmaculado que sólo se usaba en los cumpleaños y para Navidad.
Pensó y repensó los argumentos en su cabeza y cuando los encontró se acomodó, decidida, en la pierna del abuelo. Era imposible que él le dijera que no. Muy bajito, para que no escuchara papá que solía adivinarle las intenciones, le explicó que quería ver si en la biblioteca había libros para ella, si habían quedado algunos de los que leía su mamá. Estaba segura de que el argumento era el correcto e iba a servir para su propósito, en esa casa nadie tiraba nada.
El abuelo se levantó, fue a buscar la escalera y juntos se digirieron al cuarto fantástico. La abuela puso los ojos en blanco pensando en la tierra que iban a revolver los dos juntos, pero no dijo nada. Era inútil frenarlos, si eso implicaba contradecir a la nena.
Una vez ubicada la escalera, subieron los dos muy despacio, el abuelo sosteniéndola por detrás, para evitar accidentes. Una vez ubicados a la altura de la puerta, la abrieron con cuidado.
Beatricita se asomó y no pudo evitar gritar por la sorpresa.
Estaba segura que había algo fantástico en ese mueble, pero nunca se imaginó que tanto.
Como en toda biblioteca, había montañas y montañas de libros; pero en lugar de estar cerrados y en sus estantes, bien alineados uno al lado del otro, estos, estaban abiertos y desparramados dentro del placard inmenso, en un desorden que daba ganas de zambullirse a seguir revolviendo. Y, aunque suene bastante increíble, de entre las hojas de los libros abiertos se asomaban diminutas personas, con ropas estrafalarias (como en un desfile de carnaval), muy ocupados en sus actividades e ignorando a los intrusos que aparecían.
En un rincón discutían tres cerditos sobre teorías y materiales de construcción, ajenos a un lobo que se afilaba los colmillos en un tronco de árbol, que lo tapaba parcialmente.
Más allá había una mesa de té, puesta para los comensales más atípicos.
Y en la otra punta, cuatro caballeros se saludaban y se peleaban con sus espadas alternativamente, pero parecían muy amigos a pesar de las peleas.
Sin embargo, después de un momento, se acercó un hombrecito más alto que el resto, vestido de verde, con un sombrero adornado con una pluma roja y un gran arco en la espalda, que saludó con mucha cortesía e invitó a Beatricita a pasar a conocer a sus compañeros. Para hacer más tentadora la oferta, le contó que entre ellos había una nena más o menos de su edad , que había llegado ahí, después de haber vivido maravillosas aventuras en un país lejano.
Beatricita le pidió permiso a su abuelo con la mirada y ante su asentimiento, le tendió la mano a este extraño arquero, entre temerosa y fascinada, para confundirse entre el bullicio.
- ¿Cómo estuvo el viaje? – le preguntó el arquero, mientras la guiaba entre el bullicio, y la presentaba a sus amigos. Y continuó:
- ¿Sabes que te esperamos acá hace años? Todas las tardes organizábamos fiestas de bienvenida, con la esperanza de que fuera el día de tu visita.
- ¿Y cómo sabían que yo tenía que venir?
- No lo sabíamos con certeza, pero teníamos la esperanza de que así fuera. Jugar solos no es divertido. Y acá está bastante oscuro habitualmente.
Un pirata, todo vestido de negro y una espada gigante se unió a la conversación diciendo:
- Por suerte, la oscuridad se termina para nosotros, ya que ahora vamos a ser tus compañeros de juegos y tenemos que vivir más cerca.
Beatricita los escuchaba atentamente, sin perderse detalle y con un montón de preguntas en la cabeza, que no se animaba a hacer en voz alta: ¿cómo podían ser amigos entre ellos siendo tan diferentes? ¿Cómo iban a ser amigos de ella? ¿Cómo iban a salir de ese armario con esos disfraces tan llamativos? ¿Qué pensaría papá de semejante invasión en su casa, sólo para jugar y entretenerla?
Pero no permitió que las preguntas que se atropellaban en su cabeza le impidieran disfrutar de esa tarde maravillosa, y como siempre, confió en su abuelo y en su infinita capacidad de persuasión para ayudarla a salirse con la suya…
Y así fue.
Sorpresivamente, mamá también se puso de su parte para convencerlo a papá, que por supuesto, se dejó convencer. Entonces el arquero se fue a casa con ella, sentado en el asiento de atrás del auto, muy quieto y callado.
Y desde esa tarde, se convirtieron en excelentes compañeros de juego. Robin, que así se llamaba, y sus vecinos, fueron para Beatricita amigos, confidentes, buenos consejeros, acompañándola y viendo como crecía hasta transformarse en la mujer que es ahora.
Ella nunca los olvidó, pero con los años, dejó de jugar. Cuando los chicos crecen, suelen hacer eso; no decimos que sea lo correcto, sino que es lo que pasa.
Sin embargo, ellos no se fueron, se volvieron a dormir, en otro mueble, nuevamente a la espera de alguien que quiera hacer renacer la magia.
Pero ¿qué es ese ruido? ¿De dónde vienen esas voces? Escuchemos con atención.
- ¿Ahora sí podemos abrir el mueble, mamá? – preguntó la pequeña que ese día empezaba sus vacaciones de invierno.
- Dale, abrilo ahora – contestó Beatriz, feliz al ver la emoción contenida de su hija, quien trataba de adivinar qué se escondía detrás de esa puerta misteriosa.
Un arquero, todo vestido de verde, las saludó con una reverencia, iluminado por la sonrisa de la pequeña.
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